Andrés Antillano: La recesión económica y el aumento de la represión son una chispa eficaz para los estallidos sociales

Advierte que con la OLP se está declarando objetivo militar a sectores del pueblo

Tomado de Contrapunto

El Investigador del Instituto de Ciencias Penales de la UCV cree que la expansión de la criminalidad es producto de una transformación de la violencia debido a la acción policial y los asesinatos extra judiciales


La posición que deja ver en esta entrevista el Jefe del Departamento de Criminología de la Escuela de Derecho de la UCV, Andrés Antillano, con relación a la explosiva violencia y criminalidad que vive el país, no dejará tranquilo a nadie.

Señala que Venezuela está a las puertas de una guerra de consecuencias impredecibles. Se ha roto el equilibrio histórico entre policías y delincuentes y ahora ya nadie sabe, a ciencia cierta, quién controlará el monopolio de la violencia en los años por venir.

El gobierno bolivariano, en tanto, ha dado un giro casi rocambolesco a la inocua política de seguridad que enarboló durante más de una década –basada en un funcionalismo de izquierda- y ahora practica lo que Antillano llama un “populismo punitivo”, basado en la mano dura y la persecución de los pobres.

Por si fuera poco, el psicólogo social recalca que en períodos de recesión económica, el aumento de la represión policial, como estas prácticas de la OLP, puede ser el equivalente a acercar fuego a la gasolina. Recuerda que cuando eso sucede, es porque el Estado ya no tiene otra política para los sectores sociales que la represión.

La criminalización de los pobres, a través de la figura del bachaquero y del paramilitarismo, se conecta con una tensión más profunda, la que genera una política social que nunca se universalizó y por el contrario produjo diferencias en el barrio, la base social que alguna vez hizo legítimo al chavismo como fuerza política.



De la violencia expresiva a la violencia instrumental

–¿La sociedad venezolana está sumida en la violencia?
–Sí, por supuesto, pero habría que distinguir esa violencia. En primer lugar, es un fenómeno que viene desde los años ochenta. A partir de 1989 se duplica, por primera vez, la tasa de homicidios y desde entonces ha tenido una escalada persistente. Un fenómeno que ocurre en toda América Latina durante ese período. Muy pocos países han logrado revertir la tendencia, quizás la excepción sean Colombia y Brasil. Por esta razón Venezuela pasa a ser la nación con el mayor número de homicidios en Suramérica.

-¿Qué es lo que ha aumentado en Venezuela? 
Por un lado, los delitos callejeros, la pequeña criminalidad, el hurto, las amenazas, la venta de droga, que no son los delitos de mayor gravedad pero que terminan generando un impacto muy grande en la opinión pública: que venga un motorizado y te arrebate el celular.

Por otro lado, han aumentado los delitos violentos: robo a mano armada, secuestros y, por supuesto, homicidios, que han aumentado de manera desmedida. Además, hay otro cambio importante: estos crímenes tienden a democratizarse, se vuelven cada vez más delitos intraclases, las víctimas principales –muy claro en el caso de los homicidios– son gente pobre.

–Pobres, víctimas de pobres.
–Pobres, víctimas de otros pobres. La violencia en Venezuela es, en primer lugar, consecuencia de una exclusión social. No es casual que se disparen las tasas de homicidio y los delitos violentos, justamente en el momento del auge del neoliberalismo. La violencia tiene mucho que ver con la exclusión en sectores específicos de la población. Y en esa medida, ha sido una violencia fundamentalmente especializada.

Aquí la idea de la banda organizada, del crimen organizado, no parecía tener valor analítico: la situación que se ve en Colombia con el paramilitarismo, en Brasil con el Primer Comando de la Capital de Sao Paulo o con el Comando Vermelho en Río de Janeiro, o con las Maras en los países de Centroamérica. No es el tipo de violencia que tenemos aquí, la nuestra es más de orden expresiva, entre muchachos excluidos, grupos irregulares con edades más o menos definidas que se matan entre ellos. Aquí la violencia es una fuente de estatus simbólico.

–Pero estamos en un momento donde el delito duro, el homicidio, el secuestro, los descuartizamientos se han impuesto como modalidades de la violencia cotidiana
–Lo que creo que ha venido pasando –y esto ha repuntado en estos últimos meses– es que esa violencia desorganizada da paso a niveles cada vez más sofisticados y organizados de violencia: pasa de ser una violencia expresiva a ser una violencia instrumental.

–¿A qué alude cuando habla de violencia expresiva?
–Una violencia cuyo sentido se agota en su fin. No es una violencia que pueda explicarse como medio para conseguir un propósito. Una violencia que, en sí misma, es una fuente de reconocimiento, de sentido, tanto para el que se ve afectado, como para el que la ejerce. Creo que esa violencia se está convirtiendo en una violencia de orden instrumental, es un medio para conseguir un fin: robar, secuestrar, cobrar un rescate, eliminar adversarios, controlar determinados territorios, extraer renta de esos territorios.

–¿Esa transformación de la violencia desde cuándo está ocurriendo?
–Es una tendencia que ha venido creciendo en los dos últimos años. Me parece que tiene mucho que ver con el descalabro de los cuerpos policiales y con la situación de recesión económica que vive el país. Sobre todo se acentúa, a mí modo de ver, en el último año. Y es un efecto paradójico, porque a eso ha contribuido la misma política de seguridad del Estado. Yo estoy haciendo un trabajo de campo en zonas muy violentas.


Policías y colectivos: ruptura de un equilibrio

–¿Y qué ha encontrado?
–Investigo en una zona que está, ahora, bajo esa idea de que es una “zona de paz” y que está copada de paramilitares. Hemos visto allí dos cosas: primero, que los actores de la violencia no son paramilitares, son muchachos excluidos que no tienen empleo, que están por fuera del sistema educativo y que se juntan con muchachos semejantes del barrio vecino, en escaramuzas y violencias fortuitas que son fuentes para recibir una suerte de reconocimiento.

Este reconocimiento tiene que ver con la retórica de “mostrar la cara”. El que no se ve, porque es excluido de las formas de reconocimiento social, se convierte en alguien reconocido, al menos para sus pares, en una situación de violencia. Estos muchachos son actores armados y delincuentes que operan en un sector en particular. Durante el último año, y esta es la segunda cosa que consigo en esas zonas, ha venido creciendo la violencia policial y las ejecuciones extrajudiciales.

–¿A qué cuerpos policiales se refiere?
–Cicpc, Policía Nacional.

–¿Policía Nacional? ¿No es una institución demasiado joven como para andar en ésas?
–Sí, así es. También existen grupos parapoliciales que proliferan y es algo poco atendido porque, además, se desdibujan bajo un discurso político y empiezan actuar de manera autónoma.

–¿Eso es lo que llaman colectivos?
–Sí, colectivos. Pero yo conozco muchos colectivos, estos son de funcionarios y exfuncionarios policiales.

–¿Estamos hablando de colectivos como el 5 de Marzo?
–En la zona donde trabajo, son funcionarios policiales que actúan autodenominándose “colectivos”. Entonces, durante este periodo de tiempo, han asesinado a veinte muchachos en la zona, malandros –como dicen ahí– y gente “sana” que no tenía ninguna implicación en episodios de delitos. Lo que termina ocurriendo en estas acciones policiales, paradójicamente, es que se rearticulan las bandas hasta entonces enfrentadas.

La escalada de violencia policial, como te digo, termina generando una reorganización de la delincuencia y de la violencia armada. Se defienden de estas incursiones de la policía, con las mismas armas que la policía les vende. Eso hay que recalcarlo, las armas son vendidas por funcionarios de los cuerpos policiales.

–¿Pero qué anima a cuerpos policiales como el Cicpc y la PNB, a estos colectivos parapoliciales, a meterse en los barrios para matar gente? ¿Retaliaciones, cuentas pendientes?
–Vivimos una transformación del equilibrio entre policía y delincuencia en la que la policía tenía una suerte de división del trabajo en la que se establecían unos tipos de pactos informales con la criminalidad. Pactos informales e ilegales, fundamentalmente basados en el cobro de lo que ellos llaman “las multas”. Eso tiene una función extorsiva, que regulaba las relaciones entre policías y delincuentes.

Y este sistema tenía diversos escalones. De pronto, las policías “más pequeñas” o de menor impacto, la policía preventiva o simplemente los funcionarios de ciertos cuerpos, para distinguir a las personas de las organizaciones, se encargan de la venta de droga, de la venta de alcohol ilegal, de las apuestas. Mientras que funcionarios del Cicpc tienen que ver, fundamentalmente, con actividades de criminalidad mucho mas complejas.

Este equilibrio, que era una suerte de pacto silencioso, mafioso, termina quebrándose durante los últimos dos años y termina por producir un enfrentamiento abierto entre delincuentes y fuerzas policiales. Esto ha generado una rearticulación, como te decía, de la respuesta de los delincuentes. Respuesta que llaman “la palabra”. Los delincuentes hablan de una “palabra” entre las distintas bandas que deponen la violencia entre sí para articularse y dar respuesta a la violencia policial.

–Hay una reorganización de la relación policía-delincuente. ¿Qué impulsa esta batalla, usted habló de recesión económica y de descalabro de los cuerpos policiales?
–Yo creo que hay muchos factores, pero de algún modo lo que ha determinado y contribuido en el ultimo año a esta situación es la política de mayor respuesta de violencia por parte del Estado hacia los sectores populares. Yo puedo entender, claramente, las motivaciones, lo que esta detrás de políticas como la Operación de Liberación y Protección del Pueblo. Entiendo que hay un clamor de la gente. En efecto, se ve desamparada, se ve rehén de la violencia.



OLP, criminalización y extravío

–¿Se dejó correr mucho la situación, por eso estamos clamando por una OLP?
–Hay una gran paradoja. La violencia tiene mucho que ver con el tema de la desigualdad. En los años noventa, aumenta la desigualdad y aumenta la violencia. En Venezuela, sin embargo, en los últimos diez años disminuye la desigualdad, disminuyen los índices de pobreza, pero la violencia se dispara. Yo tengo algunas hipótesis sobre eso. Pero en el cuadro actual, hay una demanda real de la gente. Por eso la recepción de la OLP termina siendo ambigua en los sectores populares. La gente siente una gran sensación de vulnerabilidad y desamparo. Pero no podemos olvidar que todo esto es producto de una pérdida: la de la presencia legítima del Estado.

Los sectores populares no encuentran a qué instancia acudir, no hay mecanismos de regulación sobre muchos territorios. Parece una contradicción lo que digo. Los cuerpos policiales son parte del Estado: tienen, por un lado, una incrementada presencia en los sectores populares, pero esto no cuenta, no garantiza la regulación, las resolución de conflictos. Porque son intervenciones irregulares, oscilantes, compulsivas. Llegan, hacen redadas, se llevan preso a todo el mundo, matan a alguien, se van, no vuelven. Es una presencia espasmódica.

Uno ve que es real la preocupación del gobierno, porque esta ausencia institucional, este espacio vacío, lo terminan ocupando los grupos armados periféricos. Pueden ser grupos de policías, colectivos, malandros, que controlan la situación en el barrio. Al mismo tiempo, lo que también ha ocurrido es que la violencia, el delito, que había venido siendo un delito intraclases, ahora se vuelve más pernicioso y termina victimizando de forma más cruda a los vecinos. Entonces, es un imperativo del Estado recuperar el control institucional sobre esas áreas, porque si no se verá seriamente cuestionado.

Uno podría, entonces, entender los intentos, los ensayos, que ha habido para dar respuesta a la inseguridad, al delito y a la violencia. Lo que creo es que estas estrategias, sobre todo con la OLP, han sido erradas. Es errada en el diagnóstico y es errada en la valoración del problema.

–¿Equivocan el diagnóstico?
–Se yerra en el diagnóstico porque la explicación que se da es que esto está ocurriendo porque han aparecido grupos que tienen el control territorial por la ausencia del Estado. La explicación más habitual aparece en los medios, y es que el Estado se ha replegado en ciertas áreas y esto ha contribuido a que aparezcan grupos criminales. Insisto, no es así, al menos en los lugares donde estamos investigando, que es una llamada “zona de paz”.

–En la zona de paz se le ha dejado a la banda controlar el territorio.
–No es verdad que allí no haya presencia policial. Hay esta presencia policial absolutamente violenta, ilegitima, espasmódica, además que son los mismos cuerpos policiales los que alimentan muchas veces a estos grupos criminales, en armas, en municiones. Es decir, no es un problema de ausencia del Estado, sino de falta de una trama institucional legítima que le brinde protección efectiva a la gente.

–Se yerra también en la valoración del problema, dice
–En esta idea del paramilitarismo, de que son grupos paramilitares los que están infiltrándose en los sectores populares y responden a agendas políticas y extranjeras. Habría que, primero, afinar los criterios. El paramilitarismo, en el sentido estricto, aludiría a grupos armados que se autonomizan y que cuentan con cierto grado de tolerancia y apoyo del mismo Estado. Se dio en Colombia, en Perú, en el norte de Irlanda.

Grupos autonomizados, con miembros de las fuerzas armadas, cuerpos policiales, asociaciones civiles que cuentan con, al menos, tolerancia de parte del Estado. Que actúan contra objetivos esencialmente políticos, para aniquilar a adversarios. Esta es la definición estricta de paramilitarismo. Allí podríamos, más bien, pensar que estos grupos parapoliciales que empiezan a proliferar, se parecerían más a este concepto de paramilitarismo.

–Esta especie de configuración del colectivo armado
–Colectivo es una categoría muy amplia que termina confundiendo. Yo conozco a muchos de estos actores y no tienen ningún tipo de motivación política y encuentran en este término “colectivo” una buena coartada para actuar.

–¿Entonces esto no tiene que ver con paramilitares?
–No. Además se alude al paramilitarismo colombiano. Es una tesis muy xenófoba. Colombia termina siendo responsable de todos nuestros males y la tesis tampoco se verifica empíricamente. Aquí lo que termina ocurriendo es que hay grupos delincuenciales que se vienen rearticulando para dar respuesta a la violencia policial.

El uso de esta categoría del paramilitarismo termina siendo muy complicada, porque se trata de declarar como objetivo militar a sectores del pueblo. El uso de la categoría, con esto de la OLP, incentiva otros usos: bachaqueros, buhoneros, gente que tomó un apartamento.

–Gente, como usted dice, que ha cometido delitos pequeños.
–Ni siquiera delitos. Mira el caso de la Panamericana, donde se desaloja a una comunidad posiblemente por razones urbanísticas. Se hace bajo la perfecta coartada del paramilitarismo y eso termina generando mucho consenso entre la población identificada con el chavismo.

–Si el problema era urbanístico, ¿no ha debido dar la cara una institución, una instancia política o mediadora?
–Esa es la tendencia: usar una etiqueta muy eficaz, como la de los paramilitares, que permite resolver con manos militares problemas de otro orden: sociales, policiales, criminales, urbanísticos. Entonces se trata de declarar a facciones del pueblo como paramilitares, sean delincuentes o no.

Empieza a prevalecer una retórica, entre sectores del gobierno y del chavismo, en la que estratos del pueblo son vistos como enemigos. Esto lo que indica es una pérdida de conexión con sectores importantes de lo popular. Y se puede encontrar su equivalente en categorías como el “bachaquero”. Es decir, se desplaza el relato de la Guerra Económica –que es responsabilidad de la oligarquía, de los grandes capitales– a la señora que vive en un barrio, que compra cinco paquetes de Harina Pan para revenderla o, sencillamente, para tenerla.

El responsable de la Guerra Económica ya no es el capital y mucho menos las redes de corrupción, la policía, el ejército que instrumentaliza el contrabando de extracción, sino algunos sectores del pueblo. Esto, sin duda, habla de un grado de descomposición, habla de un grado de anomia, es muy curioso el desplazamiento y la búsqueda de un nuevo enemigo: facciones de los pobres, bien sea como bachaqueros o como paramilitares.


El nuevo enemigo: el pobre

–Desde el 2013, que comenzó la narrativa de la Guerra Económica, no se consigue al “enemigo real”. ¿Terminó consiguiéndose en el pueblo?
–Sí, yo creo que sí. Es más evidente el contrabando de víveres a mercados informales, el contrabando de extracción, pero eso no es responsabilidad de los bachaqueros. Es mucho más fácil obtener el consenso con figuras que tú puedes ver: la señora que se lleva las pacas de Harina Pan, o el buhonero que te vende el litro de aceite más caro.

Además, hay un marco de negociación con sectores de la burguesía, por eso tampoco conviene dar la guerra a ese nivel. Termina el bachaquero siendo una figura útil, como el paramilitar, porque con eso se culpa al “malandrito” de la esquina. Sin ver, desde luego, los problemas estructurales, las desviaciones policiales en el tráfico de armas, las redes clientelares que pueden estar detrás de la violencia.

–Si los hechos importan, la OLP nació ejecutando “una razzia” en la Cota 905: mueren quince personas, buenas o malas, pero nadie sabe en qué condiciones recibieron la muerte. Después ha comenzado una versión más rutinaria de la OLP, si se quiere, más enfocada en efectos propagandísticos.

–Pero en aquella ocasión ni siquiera se consiguieron a los presuntos malandros que estaban buscando. El resultado fue realmente ridículo. Es decir, la OLP no es un modelo para los propósitos del Estado, incluso si le concediéramos, citando a Maquiavelo, la máxima de que “el fin justifica los medios”. Los resultados desdicen la eficiencia de esto.

–¿Cuál es entonces el modelo para proteger al pueblo?
–Está, por ejemplo, la Unidad de Policía Pacificadora de Brasil, donde hay un copamiento policial de los morros de Río de Janeiro, de las favelas, un control del territorio que no se podía controlar y después dejan allí una unidad policial comunitaria, que con intervención de políticas urbanas, educativas, comunitarias y sociales, restablecen el control estatal –porque el Estado no es sólo la policía–sobre territorios que habían sido relegados.

–¿De las OLP, entonces, saldremos con una criminalidad más organizada?
–En estas políticas siempre termina reorganizándose el delito hacia formas más agresivas. Hay una escalada de la violencia: a más violencia del Estado, más violencia criminal. El delito se reorganiza a formas más estructuradas. Se profundiza la corrupción policial, porque hay una relación directa entre violencia policial y corrupción policial –mientras más violenta sea la policía, más posibilidades hay de extorsión.

Esto, además, tiene efectos políticos perversos. Hay una doble lectura del pobre: el “buen pobre”, que es el señor que va a las misiones y “el pobre malo”, que es el delincuente, el bachaquero, el criminal que recibe una violencia desmedida, un discurso criminalizador. Con esto se está fracturando, enajenando, la base social del chavismo.

Esta combinación entre recesión económica y violencia policial es una combinación explosiva. Es como acercar una llama a la gasolina. La historia de los grandes estallidos sociales, generalmente, tienen que ver con la competencia de estos factores. Incluso, El Caracazo es una mezcla de ambos, con los famosos operativos policiales del Plan Unión. Esto que se está haciendo evoca toda esa idea de los operativos, de las redadas que aparecen en una situación semejante: en la crisis económica. Los operativos policiales pasan a ser la política, a veces la única estrategia del Estado frente al problema económico.

–En medio de una crisis económica, el problema policial y militar de 2014 fueron las guarimbas en los municipios de la clase media. En 2015, la OLP se concentra en los sectores populares. ¿Estamos cerca de un estallido social que hay que contener?
–Bueno, si esa es la motivación entonces la política está extraviada, porque es todo lo contrario: la historia demuestra que el aumento de la represión es una chispa eficaz para los estallidos sociales. Creo que también hay que pensar en la corporación militar y policial que actúa con agendas propias y autonomizadas. Es decir, esa corporación termina acumulando mucho poder en este tipo de operativos. Poder político y poder económico. Porque el delito también es fuente de renta: a través de redes clientelares, a través de extorsión, a través de participación en actividades del crimen.


La última estrategia: populismo punitivo

–¿Importa, en este contexto, distinguir entre el periodo Chávez y el de Maduro?
–Durante mucho tiempo no ha habido una política de seguridad clara. Durante el período de Chávez ha habido una especie de oscilación de las políticas. Primero fue el “funcionalismo de izquierda”, en el que el delito es consecuencia de la pobreza, del desempleo o de la exclusión, y a través de la justicia social, sólo superando ese lastre del capitalismo y del neoliberalismo, podremos enfrentar el delito sin aplicar fórmulas represivas.

Esta es la primera retorica del chavismo, pero no se dio una política alternativa que no fuera “no vamos reprimir, no vamos a criminalizar al pueblo”. Tampoco se atajó el problema de la violencia policial, que, frente a la dificultad de dar respuesta, empezó a ocupar espacios con acciones cada vez más perversas. Recordemos los escuadrones de la muerte en Portuguesa, en Falcón, con ejecuciones extrajudiciales.

Ahora se pasa a una retórica inversa. Ya el criminal no es una víctima de la injusticia social, sino es un cómplice del sistema. Se desempolva la vieja figura del “lumpen”: el delincuente reproduce los valores del capitalismo, los valores egoístas. Esto coincide con la retórica conservadora, esa que dice que hay un problema de crisis de valores y muchas veces se culpa a la madre, a las familias disfuncionales. Frente a esta idea moral, la respuesta es más violencia policial, hasta este escenario bélico de respuesta al delito que es la OLP.

Ninguna de las dos fórmulas ha sido eficaz para enfrentar el problema. Por el contrario, se han abandonado los intentos importantes de caminar en una política de seguridad, como lo fue la reforma policial. Esta se inició en 2006. Formé parte de esa comisión y ahí se hicieron un conjunto de recomendaciones que en los últimos años se han echado por la borda. Se desbarató el proyecto de la Policía Nacional. Hoy, a un policía, le piden que lleve diez detenidos por día. ¿El resultado? Atrapan a infractores menores.

–¿Están pidiendo diez detenidos por día?
–No sé si en estos últimos meses, pero a principios de año fue así. Había que llevar una cuota de detenidos. Entonces, ¿a quien detenían? Detienen al indigente que consiguen con tres piedras de crack en el bolsillo. Y lo presentan. Es decir, detienen a la pequeña criminalidad, que no son las más graves. Así se extravía el foco. Los homicidas, en cambio, apenas entran en el sistema penal. Las cárceles están llenas por delitos de drogas, esencialmente por posesión y venta en pequeñas cantidades.

–La PNB aspiraba a ser un modelo distinto de policía.
–A partir de ahí empieza a desencaminarse lo que proponía el nuevo modelo policial. El proyecto, en 2006, no se reducía a crear una nueva policía, esa fue la gran discusión. Crearla, solamente, significaba crear un nuevo problema y dejar en pie los otros, que eran las restantes policías. El proyecto planteaba avanzar hacia un sistema de policías que permitiera articulaciones con estándares comunes, informados por derechos humanos, informados por criterios de eficiencia y de eficacia. La PNB siempre se concibió como una policía pequeña, salvo en el área de Caracas, que debía ocupar el espacio de la PM.

Más bien se ha producido una expansión de la PNB, un crecimiento muy acelerado, subordinado a políticas y mandos militarizados. Los últimos mandos son militares activos, que le han impreso una distorsionada función y no se avanzó hacia la creación de un sistema que garantizara la protección de la gente. La creación de la PNB no era una política de seguridad en sí misma. También se perdió la idea del desarme.

La reducción de los homicidios en Brasil tuvo que ver con el control de las armas; y las armas en Venezuela circulan tanto en manos de los cuerpos policiales –que son los principales proveedores para actividades delictivas- como en manos de los civiles. Se planteaba avanzar en un modelo semejante al brasileño, en restricción de portes de armas en manos de civiles y un control riguroso de las armas y las municiones en manos de la policía. Eso se desestimó, entre otras cosas por los poderosos lobbies armamentistas.

–¿Se perdió la oportunidad que tuvo el chavismo para hacer una política de seguridad eficiente?

–Los elementos que permitían definir una política de seguridad eficiente fueron abandonados tempranamente. Se ha favorecido una política que tiene mayor valor expresivo y político: la mano dura. Pudiésemos hablar de “populismo punitivo”, ofrecer mano dura a través de estos actos espectaculares, profundamente ineficientes, pero que dan rédito político. Estamos en una campaña electoral y los efectos de este tipo de populismo son muy efímeros. Lo que pasó en la Cota 905: a los que fueron a buscar y no encontraron, ya están de nuevo allí. La gente rápidamente se da cuenta que esto es una ilusión que supone violencia contra ellos y que no resuelve el problema del delito y la criminalidad. Lo paradójico es que esta política de mano dura siempre fue una bandera que blandió la oposición y ahora el chavismo la ha venido convirtiendo en su oferta política.


–¿Todo esto no es una muestra del fracaso de la política de seguridad implementada durante estos años?

–Hay otros factores que también permiten entender este viraje. Y esto sirve para revelar los límites de las políticas redistributivas en los procesos de transformación estructural de alto calado. Lo que explica por qué persiste la violencia, a pesar de haber disminuido la desigualdad. Sin duda que las políticas redistributivas, las políticas sociales, han mejorado las condiciones de vida de los sectores menos favorecidos. Es evidente en los indicadores económicos y cuando uno va a barrios pobres se da cuenta de eso.

Esta redistribución ha tenido un efecto paradójico al generar nuevas brechas entre las clases populares, es decir, las políticas sociales focalizadas y no universales terminan generando diferencias entre aquellos que están en mejores situaciones, más ventajosas para aprovechar estas políticas -porque se está en una misión, porque se está en un Barrio Nuevo Tricolor, porque se está en cuestiones comunales, porque se entra en las redes asistenciales- y los que quedan relegados de esas políticas.

Entonces empiezan a aparecer diferencias intraclases. Brechas entre los beneficiarios, clientes de estas políticas y los que se quedan relegados. Y hay diferencias muy poco evidentes, sobre todo con los métodos tradicionales para la medición de la desigualdad, porque se dan en el seno de una familia, por ejemplo entre el papá que consiguió trabajo, o que recibe algún beneficio por ser parte de una misión, y el hijo, que no consigue trabajo, que está excluido del sistema educativo. Estas brechas dentro de sectores populares hacen que se empiece a generar una suerte de diferenciación importante entre los factores que han logrado mejorar sus condiciones de vida, de manera significativa, y los factores más relegados.

Ante la desigualdad, que era muy marcada en Venezuela, ahora existe una menos notoria pero más próxima. Eso puede generar muchísima tensión y una sensación de injusticia. Esto explica también por qué este viraje de las políticas de seguridad, cada vez más duras: porque se trata de dar un tratamiento diferenciado a los sectores populares, es decir, hacer una doble política popular de incluir y castigar.

–¿Qué hacer entonces después de tanto tiempo perdido?

–Hay cosas básicas. Yo diría, en primer lugar, insistir en la inclusión de los sectores relegados.

–Universalizar el sistema de protección social.

–Exacto. Universalizar el sistema de protección. Y políticas focalizadas a aquellos sectores que no han sido tocados. Las políticas sociales, fundamentalmente, han estado dirigidas a excluidos de vieja data. Gente que había estado excluida desde los años ochenta, que, como resultado del ajuste neoliberal, perdió su trabajo y que ahora volvió a ser incorporado. Sin embargo, los nuevos excluidos, los jóvenes que no consiguen trabajo, los excluidos del sistema educativo, no han sido incorporados, no han sido atendidos por esas políticas. Así que hay que pensar en políticas sociales universales y en políticas sociales focalizadas.

Hay que retomar la agenda de la reforma policial para organizar una policía eficiente. Mira, muchas de las cosas que ha hecho la OLP –de muy mala manera y con resultados muy malos- se podrían haber hecho con inteligencia policial. Es decir, la policía puede identificar –y estoy seguro que sabe- dónde está la gente vinculada con actos inaceptables, que debiera ser detenida, procesada e ir presa.

–¿Qué nos ha pasado, por qué llegamos a esta situación?

-–Nosotros tenemos un Estado muy anómalo por la relación con la renta petrolera y con la conducción histórica de ese Estado. Un Estado siempre muy distante de la gente, muy violento, por eso nuestras policías siempre han sido muy militarizadas. Esta anomia del Estado es funcional con ciertos intereses, para élites viejas y nuevas que emergen aprovechando la aparente anormalidad. La corrupción no es un tema moral, es, en términos marxistas, la acumulación originaria de capital. La forma de transferencia de la renta petrolera a sectores concentrados del país.

–¿El problema fue tratar de desmontar el Estado sin tener una alternativa a la mano?

–En estos años hubo una recuperación del Estado, después de un período, el neoliberal, en que sólo destacaba su función represiva. Durante los primeros años del chavismo se recupera la idea del Estado como un gran regulador de la vida social, pero se deja intacto el aparato represivo, el sistema penal, las policías a pesar de los intentos de reforma. Se recupera el papel del Estado, pero vinculado con el tema de la renta, como explica Fernando Coronil en su Estado mágico.

Un Estado que se hace cada vez más inútil, más hipertrofiado, incapaz de interactuar con la gente. Las primeras tesis de participación ciudadana, las mesas técnicas de agua, donde se validó la idea de una especie de cogestión o incluso de autogestión, cede su lugar a un Estado cada vez más prepotente, que controla renta y la distribuye, donde la participación popular tiene un papel únicamente de cadena de transmisión entre estas rentas y las bases sociales, cada vez con menos poder efectivo. Entonces termina siendo un Estado gigante con pies de barro que regula todo pero que no puede regular nada, que sólo tiene pactos informales, clientelares, invisibles, con sectores económicos emergentes donde, por cierto, el problema de la generación de criminalidad y violencia no es ajeno.
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