Brasil, fake news y corrupción / Víctor Hugo Majano

Sin desconocer el impacto de los mecanismos de las tecnologías de la información (big data y fake news ) en el desarrollo de la campaña electoral en Brasil, no tengo duda que el factor decisivo, para el triunfo de Bolsonaro, fue que la izquierda perdió la bandera de la lucha contra la corrupción.
Peor aún, permitió que la convirtieran en el paradigma de la degradación moral y del fraude contra el Estado y los fondos públicos.

Así,  en lugar de enfrentar con dureza cualquier actuación corrupta de sus dirigentes y de los funcionarios del gobierno, el PT (y muchos otros voceros de la izquierda en el continente) eligieron colocarse a la defensiva y atribuir investigaciones y  filtraciones de datos a una simple campaña desde la derecha contra las alternativas progresistas en América Latina.

Sin duda que hay mucho de eso y con seguridad la inmensa mayoría de las investigaciones sobre casos de defraudación se iniciaron para golpear a los gobiernos progresistas.

Pero es imposible desconocer la magnitud de los hechos y la contundencia y validez de los datos revelados a partir  de las tramas de Odebrecht, Panamá y Paradise Papers o los procesos antiblanqueo desarrollados en EEUU, España, Andorra y Suiza. (Que además trascienden a los gobiernos latinoamericanos de izquierda).

El abordaje cómodo y defensivo frente a las acusaciones de corrupción ignoran (en primer lugar) que se trata de un mecanismo habitualmente empleado por las distintas capas de la burguesía o grupos empresariales para tener control sobre decisiones del aparato de gobierno,  sean estas contrataciones,  licencias y permisos o acceso a recursos.

Esta aseveración es absolutamente verificable cuando se revisa quienes han sido los grandes o principales beneficiarios de tales decisiones impulsadas con el pago de coimas: son las grandes corporaciones del capital transnacional o las más tradicionales familias de las burguesías hispanoamericanas.

Y además es demostrable la participación activa de actores ligados directamente a los factores políticos de la derecha, como ocurre con familiares de Antonio Ledezma, en Venezuela,  por señalar un episodio reciente.

Pero adicionalmente da elementos para afirmar que la corrupción ha sido un mecanismo usado  (y desarrollado cuidadosamente) para corroer las economías y las operaciones de los gobiernos progresistas y vulnerar su estabilidad.

En el caso de Venezuela se ha podido comprobar cómo  una buena parte de los recursos sustraídos u obtenidos por sobornos han terminado por servir para financiar actividades políticas de la oposición  (incluso las conspirativas) o proyectos personales.

Asimismo la participación de altos funcionarios del Estado en hechos de corrupción ha sido aprovechada por los organismos de inteligencia de EEUU  (y de otros gobiernos que quieren ejercer su hegemonía sobre Venezuela) para extorsionarlos y forzarlos a traicionar a la Nación. Ese pudiera ser el caso de los jefes de la Inteligencia y la Contrainteligencia  (Miguel Rodriguez Torres y Hugo Carvajal) o del jefe del Estado Mayor contra la guerra económica Hebert García Plaza.

Por tanto, estos datos indican que la lucha real contra la corrupción no sólo es una obligación desde lo político con miras a los demandas electorales,  sino que es un imperativo para la seguridad y defensa de la Nación.
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